El Chico de las Flores

Tenía 15 años la primera vez que lo vi. En la zona más cheta de recoleta, ahí por Quintan y Alvear. Vendía flores en la esquina. 
Nos ofreció una flor a 10 pesos. Eran jazmines, mis flores favoritas. Mi mamá, aunque lo sabía, no quiso comprármela. Me agarró rápido la mano y me alejo casi arrastrándome. 
No aceptes cosas de esos, me dijo.
¿Esos? - Pregunté
Esos chicos. Mira si después te roban o quieren secuestrarte. Andan de a grupitos por ahí, Andrea. Son unos negritos de mierda.

Pero el negrito de mierda corrió casi una cuadra alcanzándonos antes de cruzar la calle, para regalarme la flor, que costaba diez pesos, porque vio como la veía. Con ganar. 

Pude ver que tenía el pelo rapado a los costados y más largo y lacio en el medio. Sus ojos eran verdes y me sorprendí porque según papá esos tenían los ojos y la piel muy marrón. Casi negra. “Porque eran negros”, de piel y de alma. 

No lo vi más hasta que me lo crucé un año. Ya con 16.  Seguía vendiendo flores. Me acuerdo de los quince pesos, porque la inflación también afectó al chico de las flores, que sacaba de mi mesada para comprarle una flor que muchas veces tenía que tirar antes de llegar a casa para que mamá no preguntara o no hiciese un escándalo preguntándome quien me la había regalado. Decía que deje de aceptar cosas de los negros de mierda de la calle.

El chico entre sonrisas y piropos me llamaba princesa y reina. Y a mí se me dibujaba una sonrisa de esas inocentes. Porque de donde yo venía los príncipes lo único que querían era meterte mano debajo de la pollera de tablas escocesa.

Un día me dijo que se llamaba Rodrigo. Llegué con una sonrisa a casa y era viernes. Me acuerdo que era viernes porque la cachetada que me dio mi vieja me dejo tan marcada la cara que tuve que inventar una excusa a las pibas para no salir.

Flaca, no llores. Las princesas no lloran.

La rutina de la flor se cumplió por casi un año hasta que me mudé de la zona más cheta de recoleta a San Isidro. Me cambié de colegio y el chico de las flores y ojos verdes ya no estaba. En su lugar, había una garita con vidrios polarizados y adentro un señor que fumaba.


Cuando terminé quinto ya sabía que la facu de económicas me esperaba. Aunque anhelaba mucho filosofía y letras. A veces me encontraba pidiendo el Uber a la sede de Constitución, otras veces mentía conque tenía que estudiar de una amiga y me sentaba en las escaleras de la entrada de la enorme facultad, ahí donde mis papas decían que se juntaban todos a drogarse. ¿Así queres terminar, Andrea?

La facultad era inmensa. Mamá quería que vaya a la Austral pero insistí tanto con la Uba que gané esa pequeña batalla.

Me asuste el primer día. Y el segundo cuando un profesor me dijo: no piba, acá no. Te equivocaste de aula.

Me había sentido tan humillada que me que fui al patio a tirarme en el pasto y llorar sola. No conocía a nadie, me la pasé todo el CBC más preocupada por estudiar que por hacer amigos. 

Flaca, ¿Sos vos? – en ese momento creí que podría reconocer su voz entre miles de millones. 

¿Rodrigo? 

Si, flaca. Soy yo. ¿Qué haces acá? - Se sienta al lado mío y me pasa una carilina.

Estudio. – Y le cuento mi breve humillación.

Esto es la UBA, negra. ¿Qué esperabas? ¿Que los profesores supiesen tu nombre? ¿Que alguien te acompañe a las clases?


- No tenes que ser tan border ¿Vos qué haces? ¿Trabajas en la limpieza? – mi papá hubiese estado orgulloso de mi comentario. 
Pero Rodrigo se rio. Se rio un montón. Se rio igual que se reía cada vez que me avergonzaba por algún piropo un poco guarango que me decía cuando tenía dieciseis años. Pero ya no tenía dieciséis. Y él no tenía flores para venderme.
- Estudio acá, piba. Los negros de mierda también podemos estudiar. La UBA nos da esa oportunidad. 
Rodrigo fue mi primer amigo en la facultad. Y el único. Me sorprendí que hubiese materias que se le daban mejor que a mi y que estudiar con él era siempre mejor. Nos quedábamos un rato después de clases estudiando porque él se tenía que ir a trabajar. Ya no vendía flores pero hacía turnos en un estacionamiento de San Telmo y otros turnos en un kiosco.
- Quiero ser alguien el día de mañana – me dijo una vez. – Quiero llevar a mamá a la playa, ¿sabías? Quiero tener un trabajo piola para que a mis hermanos no le falte nada. 
Rodrigo me enseñó lo que era la vida realmente. Me enseñó de consciencia social, de oportunidades y privilegios mientras yo estaba asombrada viendo el mundo por primera vez. Mientras tanto a mí se me agotaban las excusas en casa para llegar tarde. Ya no sabía cómo cambiar de tema cuando insistían en conocer mi grupo de estudio. 
Porque mientras yo veía a Rodrigo, el chico de las flores y buenas notas, mis papas iban a ver a un negrito. Que encima sacaba mejores notas que yo. 
- ¿Para esto te mandamos a tan buen colegio? – ya escuchaba a mi papá en mi cabeza.
El primer beso se lo di yo a él. Y estaba borracha. Yo, él no. 
- Flaca, esto va a salir mal. No es Disney. Y vos y yo no tenemos nada que ver. 
Pero yo quería que funcionara. Y se lo expliqué como pude. Borracha. Y él se reía mientras me corría la cara. Una y otra y otra y otra vez.
- Que no, reina. 
Y sonreía de lado como siempre. 
Rodrigo confió en mi siempre. Para él, siempre iba a lograr todo lo que quisiera. Para él era linda y flaca y se reía de mi porque decía que era torpe. Y me enseñó a reírme de mí. Porque eso estaba bien. Rodrigo veía en mi todas mis imperfecciones, esas que papá  y mamá constantemente me recalcaban, y aún así las aceptaba. Y le gustaban. Y eso era mágico. 
Me regaló una flor después del papelón ese. 
- Flaca, nunca te dijeron que no, ¿no? Acostumbrate, la vida es eso.
Del primer beso al segundo pasaron tres meses y todos los puntos turísticos de la ciudad en el medio. Conocí Buenos Aires por primera vez en una moto de repartidor que hacía un ruido horrible pero que Rodrigo amaba porque era de él.
Estábamos en su pequeño departamento que compartía con dos extranjeros en Constitución y fue él el que me besó. Creo que lo hizo para que dejara de llorar. No lo sé. Fue lento, suave y salado. Me acuerdo que cuando se separó me dijo: 
- Las princesas no lloran.
Me hizo probar el choripan de cancha, me hizo ver partidos de fútbol en bares horribles, me hizo conocer la cancha. Y en un gol fue que nos besamos porque ambos quisimos.
Empezamos a salir en Octubre. 
Sus amigos me conocían como la chetita de Sani. Pero no me importaba. 
- Nada te va a pasar mientras yo esté con vos pero no te separes, ¿si? 
Me dijo la vez que fui a su barrio. Quedé impactada ¿Quién estaba mal? ¿Yo por mucho o él por tan poco? 
Con el último exámen llegó la melancolía del, ¿y ahora qué? 
- Flaca, no podes vivir mintiendo. La vida es eso que pasa mientras vos tenes miedo  de tus elecciones. No sos lo que esperan que seas, ni lo que vos esperas ser. Sos lo que sos y punto. Sos tus elecciones, aciertos y desaciertos. Y en el medio todo eso que pasa. Despavilate, si no te van a pasar por arriba.
Él no entendía. Él no quiso entender. Lo último que me dijo antes de que cada uno siguiera su camino fue: - Flaca, al final resultaste una pendeja de mierda. Yo no le doy vergüenza a nadie. Al final, tener tanto, te dejó sin nada, princesa.
Todo el año tirado a la basura. Así paso diciembre y enero. En unas vacaciones paradisíacas, yo sólo pensaba en Rodrigo. En que hubiese preferido estar pasando el verano abrazada a su espalda mientras manejaba esa moto horrible que hacía mucho ruido. En mis vacaciones no hubo flores. No hubo risas, ni besos robados, ni risas mostrando todos los dientes.
Y así llegó Febrero y la materia de verano que elegí hacer por el simple hecho que ya no quería estar con mi papas. Y llegué a la facultad. Y en la puerta ahí, como si me estuviese esperando, fumando un cigarrillo y con el pelo rapado a los costados y flor en mano, rosa, no roja ni jazmín, rosa, estaba Rodrigo. El chico de las flores.



Comentarios