Hay un monstruo que habita en mi cerebro.
Hasta hace poco no lo conocía. Sabía de su existencia, sabía que me acechaba, que rondaba alrededor listo para darme una estocada para desestabilizarme. Podía sentirlo. La sensación de frío en el pecho, la angustia, las lágrimas sin nombre ni apellido.
Mi cerebro es muy oscuro. Está lleno de pasadizos y recovecos donde la luz no llega ni tampoco se filtra. Como si existiese un muro donde nada entra y tampoco nada sale.
Mi cerebro es ruidoso. Ese muro parece generar ecos que no me dejan en paz.
A veces tengo miedo que tenga vida propia.
Al principio el monstruo encontró la llave y entró justo antes que el muro se alzara por completo convirtiendo todo en un lugar perfectamente insonoro para el exterior. Nadie de afuera podía escuchar lo que sucedía dentro.
Se tomó su tiempo para recorrer el laberinto. Se conoció los callejones sin salida, las autopistas de vía libre, todos los lugares que eran seguros.
Y se encargó de poco a poco apagar todos los focos de luz. Esos pequeños lugares que estaban iluminados, que me servían de refugio y que oficiaban de lugar seguro, lentamente se fueron apagando. Ya no había un solo lugar en mi cerebro que fuese cálido y luminoso. Ya no había hogar donde resguardarme. Ya no quedaba nada más que oscuridad.
Se ocupó de encerrarme en mi propia construcción.
En mi cabeza habitan dos personas: el monstruo y yo.
Al principio lo desconocía. No tenía rostro, ni forma. Las sombras hacían su trabajo y la poca luz me imposibilitaba verlo del todo.
Nos encontramos en una esquina apenas iluminada por un foco. Fue a propósito. El monstruo quería que lo conociese finalmente. Pienso que cuando sos un monstruo te gustaría que el objeto que destruiste a base de tiempo te conozca.
Todo su rostro luce cansado. Muchos años esperando ese momento. Muchos años batallando con un ángel que desapareció de un día para el otro dejándole vía libre para terminar lo que había empezado hacía tanto tiempo atrás.
En realidad pienso y era otro monstruo. Solo que el segundo me amaba con locura.
Y aunque sus ojos marrones lucían cansados y las ojeras lo confirmaban, su sonrisa se ensanchaba más y más a medida que yo, del otro lado de la cuadra, lo reconocía.
Se acomoda los lentes y se ata el pelo y con pasos lentos se acerca hasta a mí. Tiene todo el tiempo del mundo. Tiempo, de hecho, es lo que le sobra. Tiempo que se esmeró en robarme a mí.
No me asombró verme reflejada, como si fuese un espejo.
No me asombran sus tatuajes ni sus anillos.
No me asombra que tenga el pelo teñido de colores.
No me asombra que sea igual a mí.
En mi cerebro habitan dos personas: yo y yo.
¿Cómo dar pelea cuando el otro sabe exactamente qué vas a hacer?
¿Cómo dar pelea cuando lo que los diferencia es las ganas de ganar?
El monstruo anhela la victoria definitiva.
Y yo no sé lo que quiero.
Me robaron el tiempo y las ganas.
El monstruo se encargó de fragmentarme y destrozarme dentro de mi propio mundo. De destruirlo todo y no dejar un solo lugar seguro y feliz.
¿De qué sirve correr si todas y cada una de las esquinas están repletas de oscuridad?
Me encargué que los cimientos del muro fueran tan fuertes, tan imposibles de derribar, que aunque quisiese pedir ayuda, nadie podía entrar. Y yo tampoco podía salir.
¿Cómo dar pelea cuando la persona del otro lado me ganó en mi propio juego?
Sé que afuera hay gente. Gente que alienta y pide a gritos que la deje entrar. De adentro hacia afuera no se escucha nada pero de afuera hacia adentro puedo escucharlo todo.
Están afuera, apostando por mí.
Eso al monstruo no le interesa. Siente y saborea la victoria. Estira su mano y acaricia mi mejilla con ternura. Y en un rapto de lucidez o mejor dicho de humanidad, se enternece. El desconocimiento y la ignorancia tampoco le gustan y solo sabe qué tiene que hacer. El monstruo fue creado para destruir, aplastar y romper.
Lo que no sabe es por qué.
Años de estar solo alimentaron algo imposible de detener y dejó de preguntárselo hace mucho tiempo.
Odio, podría decir que es.
Pero mentiría.
Es otra cosa.
El monstruo no me odia. Y hasta estoy segura que desea que gane, que lo elimine para siempre. Estoy segura que quiere unirse al coro de ángeles de afuera que quieren entrar.
Habla. Me mira directamente a los ojos y me pregunta eso que lleva años sin responderse:
¿Por qué estoy acá?
Y yo, que también estoy cansada, tampoco sé la respuesta.
No sé.
Sigue mirándome con ternura. Y a pesar de que las palabras que dice a continuación son una promesa un tanto espantosa, no deja de hablar de forma aterciopelada.
Voy a lastimarte. Fui creada para eso, vos –recalca –me creaste para eso. Y no voy a parar hasta que seamos una sola. Vos y yo. Voy a romperte tanto, tanto, tanto que nadie va a poder reconocerte y nadie va a animarse a arreglarte. Voy a obligar a que te alejes de todo lo que te hace bien y voy a esconderte en el lugar más recóndito para que nunca nadie vuelva a saber de vos.
Voy a hacer que te preguntes si algún día exististe. Si fuiste real. Si fuiste feliz.
Llora. Yo también lloro.
Lloro porque no sé qué responderle. Lloro porque estoy cansada y porque la promesa de que nadie más sepa de mí es tan tentadora como destructiva.
Lloramos juntas.
Y entonces la abrazo. Irradia frialdad y dolor. Durante años es lo único que albergó. Un dolor que, como su pregunta, tampoco tiene explicación.
Yo también perdí la noción de motivo.
Mi monstruo se alimenta de dolor. Lo empodera, lo infla, lo incita.
Y aunque quiera que yo gane
La partida ya está tan avanzada
Que no da lugar a remate.
Fue creado para algo.
Y tiempo ya no me queda.
¿Dónde está mi dama?
Yo no sé jugar al ajedrez.
Deciles algo. Lo susurra muy bajito aunque solos seamos nosotras. Deciles algo.
¿Qué podría decirles a los ángeles que custodian la puerta?
Me siento como si estuviese escribiendo una postal: no sé qué mierda escribir del otro lado.
Gracias, supongo.
Perdón, podría ser otra palabra.
Lo intenté. Eso seguro.
Mentirosa, me dice. Todavía seguimos abrazadas.
La ignoro y sigo. Me acomodo más en el abrazo.
La extraño. Eso también es seguro.
Gracias de nuevo. Perdón de nuevo. No cambiaría nada con tal de volver a verla.
Perdón. Diría muchas veces la palabra perdón.
Y que no tienen la culpa.
La única culpable sos vos, dice y me acaricia la espalda.
Vuelvo a ignorarla. Es mi momento y quiero hacerles el honor que se merecen.
Los quiero pero el amor nunca salvó a nadie, simplemente hace ganar tiempo.
Posterga lo inevitable.
Hice lo que pude, Robin, con lo que tenía. Ni idea si fue poco o no. Fue algo que no fue suficiente.
Perdón de nuevo. Por no dejarlos entrar. Creo que perdí la llave. No se cuándo ni dónde. Solo sé que la perdí.
Quiero descansar.
Se ríe y su risa rota, fragmentada y seca retumba en mi oído.
¿Ya está? ¿Eso solo? Se separa sin soltarme y me mira. ¿No sos escritora? ¿No te haces llamar escritora?
¿Qué más queres que diga?
Que lo vas a intentar. Que me vas a vencer. Siempre dijiste lo que el otro quería escuchar.
Les estaría mintiendo.
Y mentiles. Vos mentís para ganar tiempo, entonces… ganá tiempo.
¿Me estás ayudando?
Inclino la cabeza como un perro que no entiende del todo una orden.
Ella hace lo mismo.
¿Lo estoy haciendo?
No sé, vos sos el monstruo.
Yo soy vos. Me pica la nariz y me muestra una hilera de dientes blancos. Llegué hasta acá porque me dejaste llegar hasta acá. Y ahora que estamos frente a frente no sé si hice bien las cosas o todavía queda algo por romper. Pone su mano sobre mi pecho: ¿qué hay acá y por qué late?
¿Querés romperlo? Ya está roto.
Vuelve a reírse y todo retumba.
¿Te gusto lo suficiente como para que vengas a pasear conmigo?
No entiendo muy bien su pregunta pero miro a todos lados y no encuentro opciones donde correr. Toma mi silencio como un sí.
Me agarra de la mano y nos adentramos en la oscuridad.
Tengo la sensación
Ella tiene la sensación
Que podemos ser amigas.
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