Pretérito pluscuamperfecto.


Leí en algún lado que los muertos no duelen, que no hacen daño. 

No sé si lo leí, o supuse haberlo leído, pero la cuestión es que cuando lo pienso, me parece una ridiculez.

Los muertos duelen porque, básicamente, la muerte simboliza el fin. Lo que nunca se dijo, lo que se dijo y lastimó, los intentos… todo caduca cuando se muere. Uno o el otro. 

Y sólo queda el famoso: que hubiese pasado si…

Los muertos duelen porque todo eso que nombré antes queda atascado para siempre y daña. Daña la piel, el corazón, los órganos vitales y los que están ahí por estar. La muerte es la única capaz de arrasar con todo: con las expectativas, los sueños, los logros, los fracasos. Para mal, muchas veces, para bien otras tantas. 

Y junto con los muertos, duelen los recuerdos, las caricias que se dieron, las que no sucedieron por falta de tiempo, los besos con sabor a poco, los abrazos que esperaron demasiado. Duelen los momentos vividos y los que jamás pasaron. 

La muerte arrasa con la ilusión del futuro y te deja estancado para siempre en el pasado. 

Amaría decir que hagas todo eso que quieres hacer y no haces por miedo. Yo entiendo: hay esquemas que seguir, reglas que acatar, y vivir en una sociedad que te apunta con el dedo no es fácil. Yo lo sé. 

Solo queda aprender a vivir con la culpa de que el mañana no existe. 

Tic-toc. La muerte da ventaja porque ya cantó jaque mate del minuto cero. Tic-toc. ¿Ese abrazo puede esperar? ¿Y ese te quiero?

Los muertos duelen  sí, y los recuerdos aún más. 

No hay remate. 

La muerte se encarga de rematar este texto por sí sola. 




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